Eucaristia


Afectividad y Eucaristía


Timothy RADCLIFFE




(Conferencia pronunciada en las XXXIV JORNADAS NACIONALES DE PASTORAL JUVENIL VOCACIONAL  organizadas por la CONFER – Conferencia Española de Religiosos, octubre 2004)

No estoy seguro del significado exacto de la palabra ‘afectividad’ en español. En inglés ‘affectivity’ implica no sólo la capacidad de amar, sino también nuestra forma de amar como seres sexuales, dotados de emociones, cuerpo y pasiones. En el cristianismo hablamos mucho sobre el amor, pero tenemos que amar como las personas que somos, sexuales, llenos de deseos, de fuertes emociones y de la necesidad de tocar y estar cerca del otro. 

Es extraño que no se nos dé bien hablar de esto, porque el cristianismo es la más corporal de las religiones. Creemos que Dios creó estos cuerpos y dijo que eran muy buenos. Dios se hizo corporal en medio de nosotros, un ser humano como nosotros. Jesús nos dio el sacramento de su cuerpo y prometió la resurrección de nuestros cuerpos. Así pues deberíamos sentirnos en casa en nuestra naturaleza corporal, apasionada… ¡y cómodos al hablar de afectividad! Pero a menudo cuando la Iglesia habla de esto, la gente no queda convencida. ¡No tenemos demasiada autoridad cuando hablamos de sexo! Quizás Dios se encarnó en Jesucristo pero nosotros todavía estamos aprendiendo a encarnarnos en nuestros propios cuerpos. ¡Tenemos que bajar de las nubes!

En una ocasión en que San Juan Crisóstomo estaba predicando sobre sexo notó que algunos  se estaban ruborizando y se indignó: “¿Por qué os avergonzáis? ¿Es que esto no es puro? Os estáis comportando como herejes.” [1]   Pensar que el sexo es repulsivo es un fracaso de la auténtica castidad y, según nada menos que Santo Tomás de Aquino, ¡un defecto moral! (II,II,142.1) Tenemos que aprender a amar como los seres sexuales y  apasionados –a veces un poco desordenados- que somos, o no tendremos nada que decir sobre Dios, que es amor.

Quiero hablar de la Última Cena y la sexualidad. Puede que suene un poco extraño, pero pensad en ello un momento. Las palabras centrales de la Última Cena fueron “Este es mi cuerpo y os lo doy”. La eucaristía, como el sexo, se centra en el don del cuerpo. ¿Os habéis dado cuenta de que la primera carta de San Pablo a los corintios se mueve entre dos temas: la sexualidad y la eucaristía? Y es así porque Pablo sabe que necesitamos entender la una a la luz de la otra. Comprendemos la eucaristía a la luz de la sexualidad, y la sexualidad a la luz de la eucaristía.

Para nuestra sociedad es muy difícil entender esto porque tendemos a ver nuestros cuerpos simplemente como objetos que nos pertenecen. El otro día vi un libro sobre el cuerpo humano que se titulaba: “Hombre: todos los modelos, formas, tamaños y colores. Manual de usuario Haynes para propietarios. (Haynes es la imprenta de una serie de manuales de todas las marcas de coches)”  Era el tipo de manual del propietario que te dan con un coche o una lavadora. Si piensas en tu cuerpo de esa manera, como algo más bien importante que posees junto con otras cosas, entonces los actos sexuales no son especialmente significativos. Puedo hacer lo que me parezca con mis cosas en tanto en cuanto no haga daño a nadie. Puedo usar mi lavadora para mezclar pintura o hacer pasteles. Es mía. Y según esto ¿por qué no puedo hacer lo que yo quiera con mi cuerpo? Esta es nuestra forma natural de pensar porque a partir del siglo XVII hemos absolutizado bastante los derechos de los propietarios. Ser humano es poseer.

Pero la última cena apunta hacia una tradición más antigua y más sabia. El cuerpo no es simplemente una cosa que poseo, soy yo, es mi ser como don recibido de mis padres, y de sus padres antes de ellos, y en última instancia de Dios. Por eso cuando Jesús dice ‘Este es mi cuerpo y yo os lo entrego’, no está disponiendo de algo que le pertenece, está pasando a los demás el don que El es. Su ser es un don del Padre que El está transmitiendo.

La relación sexual está llamada a ser una forma de vivir esa entrega de sí mismo. Aquí estoy, y me entrego a ti, con todo lo que soy, ahora y por siempre. Entonces la eucaristía nos ayuda a entender lo que significa para nosotros ser seres sexuales y nuestra sexualidad nos ayuda a comprender la eucaristía. Generalmente se ve la ética sexual cristiana como restrictiva comparada con las costumbres contemporáneas. ¡La Iglesia te dice exactamente lo que no te está permitido hacer! En realidad la base de la ética sexual cristiana es el aprendizaje de cómo vivir relaciones de entrega mutua.

La última cena fue un momento de crisis inevitable en el amor de Jesús por sus discípulos. Este fue el momento por el que tuvo que pasar en su camino del nacimiento a la resurrección, el momento en el que todo explotó. Fue vendido por uno de sus amigos; la roca, Pedro, estaba a punto de negarle, y la mayoría de sus discípulos saldrían corriendo. ¡Como de costumbre fueron las mujeres las que se mantuvieron tranquilas y permanecieron con él hasta el final! Jesús en la última Cena no salió huyendo de la crisis sino que cogió el toro por los cuernos. Tomó la traición, el fracaso del amor y lo transformó en un momento de donación: ‘Me entrego a vosotros. Vosotros me entregaréis a los romanos para que me maten. Me entregaréis a la muerte, pero yo hago de este momento un momento de don, ahora y por siempre.’

Llegar a ser gente madura que ama significa que nos encontraremos con estas crisis inevitables, en las que parece que el mundo se hace añicos. Esto ocurre con mucho dramatismo cuando somos adolescentes, y puede ocurrir toda nuestra vida, tanto si nos casamos como si nos hacemos religiosos o sacerdotes. Con frecuencia la gente tiene este tipo de crisis cinco o seis años después de hacer su compromiso, en el matrimonio o la ordenación sacerdotal. Tenemos que afrontarlas.

Jesús podría haberse escapado saliendo por la puerta de atrás y haber huido. Podría haber rechazado a los discípulos y no haber tenido nada más que ver con ellos. Pero no, El afrontó el momento en fe. Y solamente seremos capaces de ayudar a la gente joven a hacer esto si nosotros mismos hemos pasado por momentos así y los hemos afrontado. ¡Yo ciertamente lo he hecho! Recuerdo que unos años después de la ordenación me enamoré fuertemente de alguien. Por primera vez aquí estaba alguien con quien me casaría encantado y que estaría encantada de casarse conmigo. Aquí estaba el momento de la elección. Yo había hecho profesión solemne con alegría, amaba a mis hermanos y hermanas dominicos, amaba la misión de la Orden. Pero cuando hice la profesión tenía una pequeña burbuja de fantasía en la cabeza: ‘Me pregunto cómo sería estar casado’.

En ese momento tuve que aceptar la elección que había hecho en mi profesión solemne, o mejor, tenía que aceptar la elección que Dios había hecho por mí, que ésta era la vida a la que Dios me llamaba. Fue un momento doloroso, pero también un tiempo de felicidad. Era muy feliz porque amaba a esta persona, y todavía somos muy buenos amigos. Era un momento de felicidad porque estaba siendo liberado de la fantasía que yo había mantenido viva en la profesión solemne. Poco a poco estaba bajando de las nubes. Mi corazón y mi mente estaban teniendo que encarnarse en la persona que soy, con la vida que Dios ha elegido para mí, en carne y hueso. La crisis me hizo poner los pies en la tierra.

Para la mayoría de nosotros esto no ocurre solamente una vez. Podemos atravesar varias crisis de afectividad a lo largo de nuestra vida. Yo ciertamente las he pasado y quién sabe lo que puede haber a la vuelta de la esquina. Pero tenemos que afrontarlas, como hizo Jesús en la Última Cena, con coraje y confianza. Entonces, si lo hacemos, poco a poco entraremos en nuestro mundo real de carne y hueso.

Un benedictino irlandés llamado Mark Patrick Hederman escribió, ‘El amor es el único ímpetu que es suficientemente desbordante como para forzarnos a abandonar el confortable refugio de nuestra bien armada individualidad, despojarnos de la impenetrable concha de autosuficiencia, y salir gateando desnudos a la zona de peligro que está más allá, el crisol donde la individualidad es purificada para hacerse persona. [2] Y si no creéis a un benedictino irlandés, seguro que creeréis a santo Tomás de Aquino: ‘La persona que ama debe por tanto aflojar ese cerco que le mantenía dentro de sus propios límites. Por esa razón se dice del amor que derrite el corazón: el que está derretido ya no está contenido dentro de sus propios límites, muy al contrario de lo que ocurre en ese estado que corresponde a la ‘dureza de corazón’. [3] Solamente el amor rompe nuestra dureza de corazón y nos da corazones de carne.

Abrirse al amor es muy peligroso. Uno probablemente se haga daño. La Última Cena es la historia del riesgo del amor. Es por esto por lo que Jesús murió, porque amó. Uno despertará deseos y pasiones profundos y desconcertantes, puede correr peligro de arruinar la propia vocación o de vivir una doble vida. Necesitará de la gracia si quiere sortear los peligros, pero no abrirse al amor es aún más peligroso, es mortal. Escuchad a C.S. Lewis: ‘Amar en cualquier caso es ser vulnerable. Ama algo y tu corazón ciertamente estará partido y posiblemente roto. Si quieres asegurarte de mantenerlo intacto, no debes entregarle tu corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Envuélvelo cuidadosamente en hobbies y pequeños lujos; evita todo enredo amoroso; enciérralo seguro en la urna o el ataúd de tu egoísmo. Pero en la urna –segura, oscura, inmóvil, sin aire- cambiará. No se romperá; se volverá irrompible, impenetrable, irredimible. La alternativa a la tragedia, o al menos al riesgo de tragedia, es la condenación. El único sitio aparte del cielo donde puedes estar perfectamente a salvo de todos los peligros y perturbaciones del amor es el infierno [4] .

Cuando celebramos la eucaristía recordamos que la sangre de Cristo es derramada ‘por ti y por todos’. El misterio del amor en lo más profundo es a la vez particular y universal. Si nuestro amor es sólo particular, entonces corre el riego de volverse introvertido y sofocante. Si es solamente un vago amor universal por toda la humanidad, entonces corre el riego de volverse vacío y sin sentido. La tentación para una pareja debe de ser tenerse un amor que es intenso pero encerrado y exclusivo. A menudo se salva de ser destructivo gracias a la llegada de una tercera persona, el niño que expande su amor. La tentación de los célibes podría ser tender hacia un amor que es solamente universal, un vago y cálido amor por toda la humanidad. Dickens nos habla en Bleak House de Mrs. Jellyby que tenía una ‘filantropía telescópica’, porque no podía ver nada que estuviera más acá de Africa.  Amaba a los africanos en general, pero ni siquiera se percató de la existencia de sus propios hijos.

No podemos refugiarnos en esa filantropía telescópica. Acercarse al misterio del amor significará también que amaremos personas concretas, algunas con amistad, otras con profundo afecto. Tenemos que aprender a integrar esos amores en nuestra identidad como religiosos, como casados o solteros. Me dicen que en el pasado se solía advertir a los religiosos contra las ‘amistades particulares’. Nuestro venerable Gervase Matthew siempre decía que ¡le daban más miedo las ‘enemistades particulares’!

Bede Jarret OP fue provincial de la provincia de Inglaterra de los dominicos en los años 30. En una ocasión escribió una carta preciosa a un joven benedictino llamado Hubert van Zeller, que llegó a ser un famoso autor espiritual después de la guerra. Este joven monje se había enamorado de alguien a quien sólo conocemos como P. Fue una experiencia espantosa. Temía que fuera el final de su vocación religiosa. Bede vió que era el principio. Permitidme que os lea una larga cita. Es impresionante pensar que está escrita hace setenta años.

 ‘Me alegro (de que te hayas enamorado) porque creo que tu tentación ha sido siempre hacia el puritanismo, una estrechez, una cierta falta de humanidad. Tu tendencia era casi hacia la negación de la santificación de la materia. Estabas enamorado del Señor pero no auténticamente enamorado de la encarnación. Estabas realmente asustado. Pensaste (aquí me tienes achacándote toda clase de maldades sin permiso) que si en algún momento te relajabas saltarías por los aires. Estabas lleno de inhibiciones. Casi te mataron. Casi mataron tu humanidad. Te daba miedo la vida porque querías ser santo y sabías que eras un artista. El artista que hay en ti veía belleza por todas partes; el hombre que quería ser santo en ti decía “Caramba, pero eso es terriblemente peligroso”, el novicio dentro de ti decía “mantén los ojos bien cerrados”, el Claud (su nombre de pila) casi saltó por los aires. Si P no hubiera entrado en tu vida, podrías haber explotado. Creo que P salvará tu vida. Diré una misa en acción de gracias por lo que P ha sido, y hecho, por ti. Hace mucho tiempo que necesitabas de P. Tus parientes no podrían sustituirla. Tampoco los viejos y corpulentos provinciales’. [5]

¡No estoy sugiriendo que deberíamos salir todos corriendo de aquí a intentar buscar alguien a quien amar! Dios nos envía los amores y las amistades que son parte de nuestro camino hacia El, que es la plenitud del amor. Esperamos a quienes Dios nos envía y cuándo y cómo El los envía. Pero cuando llegan, entonces debemos afrontar el momento, como hizo Jesús en la Última Cena.

Cuando amemos a alguien profundamente, entonces tendremos que aprender a ser castos. Cada uno, soltero, casado o religioso está llamado a la castidad. Esta no es una palabra popular en estos días, suena mojigata, fría, distante, medio muerta, nada atractiva. Herbert McCabe OP escribió que ‘la castidad que no es una manifestación de amor es meramente el cadáver de la verdadera castidad’. [6]

La castidad no es en primer lugar la supresión del deseo, al menos según la tradición de Santo Tomás de Aquino. El deseo y las pasiones contienen verdades profundas sobre quiénes somos y qué necesitamos. El simplemente suprimirlas nos hará seres muertos espiritualmente o hará que algún día nos disparemos. Tenemos que educar nuestros deseos, abrir sus ojos a lo que realmente quieren, liberarlos de los pequeños placeres. Necesitamos desear más profundamente y con mayor claridad.

Santo Tomás escribió algo que es fácilmente mal entendido. Decía que la castidad es vivir conforme al orden de la razón (II,II,151.1). Esto suena muy frío y cerebral, como si ser casto fuera una cuestión de poder mental. Pero para Tomás ‘ratio’ significa vivir en el mundo real, ‘de conformidad con la verdad de las cosas reales’ [7] . Es decir, vivir en la realidad de quién soy y quiénes son realmente las personas a las que amo. La pasión y el deseo pueden llevarnos a vivir en la fantasía. La castidad nos hace bajar de las nubes, viendo las cosas como son. Para los religiosos, o a veces para los solteros, puede darse la tentación de refugiarse en la fantasía perniciosa de que somos etéreas figuras angelicales, que no tienen nada que ver con el sexo. Eso puede parecer castidad, pero es una perversión de la misma. Esto me recuerda a uno de mis hermanos que fue a decir Misa a un convento. La hermana que le abrió la puerta le miró y dijo: ‘Ah, es usted, Padre. Estaba esperando a un hombre”.

Es difícil imaginar una celebración del amor más realista que la Última Cena. No tiene nada de romántica. Jesús les dice a sus discípulos sencilla y llanamente que esto es el final, que uno de ellos le ha traicionado, que Pedro le negará, que los demás huirán. No es una escena de amorcitos a la luz de las velas en un restaurante, esto es realismo llevado al extremo. Un amor eucarístico nos enfrenta de lleno con la complejidad del amor, con sus fracasos y su victoria final.

¿Cuáles son las fantasías en las que nos puede atrapar el deseo? Yo sugeriría dos. Una es la tentación de pensar que la otra persona lo es todo, todo lo que buscamos, la solución a todos nuestros anhelos. Esto es un capricho pasajero. La otra es no ver como es debido la humanidad de la otra persona, para hacerla simplemente carne de consumo. Esto es la lujuria. Estas dos ilusiones no son tan diferentes como podrían parecer a primera vista, la una es el reflejo exacto de la otra.

Supongo que todos nosotros hemos conocido momentos de total encaprichamiento, cuando alguien se convierte en el objeto de todos nuestros deseos, y en símbolo de todo lo que hemos anhelado, en la respuesta a todas nuestras necesidades. Si no llegamos a ser uno con esa persona, entonces nuestra vida no tiene sentido, está vacía. La persona amada llega a ser para nosotros la respuesta a ese pozo de necesidad grande y profundo que descubrimos dentro de nosotros. Pensamos en esa persona todo el día.

Como Shakespeare escribió tan bien:

“De día mis miembros y de noche mi mente
no encuentran paz ni para ti ni para mí.”

O, para ser un poco más actual, la cara del amado es como el salvapantallas del ordenador. En el momento que uno se para a pensar en alguna otra cosa, ahí lo tienes. Es como una prisión, una esclavitud, pero una esclavitud que no queremos dejar. Divinizamos a la persona amada, y la ponemos en el lugar de Dios. Por supuesto lo que estamos adorando es nuestra propia creación, es una proyección. Quizás casi todo amor verdadero pasa por esta fase obsesiva. La única cura para esto es vivir día a día con la persona amada y ver que no es Dios, sino solamente su hijo o hija. El amor empieza cuando somos curados de esta ilusión y estamos cara a cara con una persona real y no con una proyección de nuestros deseos. Como dice Octavio Paz ‘el amor descubre la realidad al deseo’ [8] .

¿Qué buscamos en todo esto? ¿Qué nos mueve a encapricharnos? Yo sólo puedo hablar personalmente. Yo diría que lo que ha habido siempre detrás de mis turbulencias emocionales ha sido el deseo de intimidad. Es el anhelo de ser totalmente uno, de disolver los límites entre uno mismo y otra persona, para perderse en otra persona, para buscar la comunión pura y total. Más que pasión sexual, creo que es la intimidad lo que buscan la mayoría de los seres humanos. Si vamos a vivir pasando por crisis de afectividad, creo que entonces tenemos que que aceptar nuestra necesidad de intimidad.

Nuestra sociedad está construida alrededor del mito de la unión sexual como culminación de toda intimidad. Este momento de ternura y de la unión física total es el que nos lleva a la intimidad total y la comunión absoluta. Mucha gente no tiene esta intimidad porque no están casados, o porque sus matrimonios no son felices, o porque son religiosos o sacerdotes. Y podemos sentirnos excluidos injustamente de aquello que es nuestra necesidad más profunda. ¡Esto no parece que sea justo! ¿Cómo puede excluirme Dios de este deseo profundo?

Yo creo que cada ser humano, casado o soltero, religioso o laico, tiene que aceptar las limitaciones de la intimidad que podemos conocer ahora. El sueño de comunión plena es un mito, que lleva a algunos religiosos a desear estar casados, y a muchos casados a desear estarlo con otra persona diferente. La intimidad verdadera y feliz sólo es posible si aceptamos sus limitaciones. Podemos proyectar en las parejas de casados una intimidad total y maravillosa que es imposible pero que es la proyección de nuestros sueños. El poeta Rilke entendió que no podría haber verdadera intimidad entre una pareja hasta que uno no cae en la cuenta de que cada cual en cierta forma permanece solo. Cada ser humano conserva soledad, un espacio a su alrededor, que no puede ser eliminado. ‘Un buen matrimonio es aquel en el que cada cual nombra al otro guardián de su soledad, y le muestra su confianza, lo más grande que puede entregarle… Una vez que se acepta que incluso entre los seres humanos más cercanos sigue existiendo una distancia infinita, puede crecer una forma maravillosa de vivir uno al lado del otro, si logran amar la distancia que existe entre ellos que le permite a cada cual ver en su totalidad el perfil del otro recortado contra un amplio cielo [9] .’

Ciertamente ninguna persona puede ofrecernos esa plenitud de realización que deseamos. Eso solamente se encuentra en Dios. Rowan Williams, Arzobispo de Canterbury y hombre casado, escribió, ‘El yo se vuelve adulto y veraz al enfrentarse con el carácter incurable de su deseo: el mundo es tal que ninguna cosa otorgará al yo una identidad colmada y completa [10] . O, para citar a Jean Vainier, ‘La soledad es parte del ser humano, porque no existe nada que pueda llenar completamente las necesidades del corazón humano’. [11]

Para los que están casados es posible una maravillosa intimidad una vez que, como dice Rilke, se acepta que somos guardianes de la soledad de la otra persona. Y los que somos solteros o célibes, podemos descubrir también una intimidad con los otros profundamente hermosa. Intimidad viene del latín intimare, que significa estar en contacto con lo que está más al interior de otra persona. Como religioso, mi voto de castidad me posibilita el ser increíblemente íntimo con otras personas. Porque no tengo intenciones ocultas, y mi amor no debería ser devorador o posesivo, es por lo que puedo acercarme muchísimo al fondo de la vida de la gente.

La trampa opuesta al encaprichamiento no es hacer de la otra persona Dios, sino hacerles un simple objeto, algo con lo que satisfacer mis necesidades sexuales. La lujuria nos cierra los ojos a la persona del otro, a su fragilidad y su bondad. Santo Tomás dice, escribiendo sobre la castidad, que el león ve al venado como comida, y la lujuria nos hace cazadores, depredadores que ven algo que devorar. Queremos simplemente un poco de carne, algo que poder devorar. Una vez más la castidad es vivir en el mundo real. La castidad nos abre los ojos para ver que lo que tenemos delante es efectivamente un cuerpo hermoso, pero ese cuerpo es alguien. Ese cuerpo no es un objeto sino un sujeto. Nuevamente cito a Hederman, ‘El voto de castidad evita que el instinto natural del cazador ponga trampas y salte sobre otros como un depredador’ [12] . Lo que ha sido tan estremecedor en estas historias de abusos sexuales frecuentemente es el hecho de que a menudo haya sido cuidadosamente planeado.

Puede dar la impresión de que la lujuria es pasión sexual fuera de control, deseo sexual salvaje. Pero San Agustín, que entendió el sexo muy bien, creía que la lujuría tenía que ver con el deseo de dominar a otras personas más que con el placer sexual. La lujuria es parte de la libido dominandi, el impulso de hacernos con el control y convertirnos en Dios. La lujuria tiene más que ver con el poder que con el sexo. Como escribió Sebastian Moore, ‘La lujuria, pues, no es pasión sexual fuera del control de la voluntad, sino pasión sexual como tapadera de la voluntad de ser Dios… La tarea que tenemos delante no es someter la pasión sexual a la voluntad, sino devolverla al deseo, cuyo origen y fin es Dios, cuya liberación es la gracia de Dios manifestada en la vida, las enseñanzas, la crucifixión y resurrección de Jesucristo.’ [13]

El primer paso para superar la lujuria no es suprimir el deseo, sino restaurarlo, liberarlo, descubrir que el deseo es por una persona y no por un objeto. Muchos de los tristes escándalos de abuso sexual de menores han venido de sacerdotes o religiosos que eran incapaces de enfrentarse a relaciones adultas con iguales. Solamente podían buscar relaciones en las que ellos tenían el poder y el control. Ellos tenían que permanecer invulnerables. En la Última Cena Jesús toma el pan y lo da a los discípulos diciendo ‘Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros’. El se entrega a sí mismo. En lugar de tomar el control sobre ellos, se entrega a los discípulos para que hagan con él lo que quieran. Y nosotros sabemos lo que harán. Es la inmensa vulnerabilidad del amor verdadero.

La lujuria y el capricho pasajero puede parecer dos cosas muy diferentes y sin embargo son reflejo la una de la otra. En el encaprichamiento uno convierte a la otra persona en Dios, y en la lujuria uno mismo se hace Dios. En el primer caso uno se hace a sí mismo totalmente falto de poder, y en el segundo uno se arroga poder absoluto. Rowan William escribió que el amor ‘se mueve entre el egoísmo y la abnegación’. [14] Te da un intenso sentido de ti mismo, y al mismo tiempo te hace desaparecer del mapa. Quizás la lujuria se da si prevalece el egoísmo, y el capricho pasajero si la abnegación es tan total que uno pierde toda identidad.

Así pues castidad es vivir en el mundo real, viendo al otro como él o ella es y a mí mismo como soy. No somos ni divinos ni simplemente un trozo de carne. Los dos somos hijos de Dios. Tenemos nuestra historia. Hemos hecho votos y promesas. El otro tiene compromisos, quizás con una pareja o esposo. Nosotros como sacerdotes o religiosos nos hemos entregado a nuestras Ordenes o diócesis. Es tal como estamos, comprometidos y ligados a otros compromisos, como podemos aprender a amar con corazones y ojos abiertos.

Esto es duro porque vivimos en el mundo de internet y la World Wide Web. Es el mundo de la realidad virtual, donde podemos vivir en mundos de fantasía como si fueran reales. Vivimos en una cultura a la que le resulta difícil distinguir entre fantasía y realidad. Todo es posible en el mundo cibernético. Por eso la castidad es difícil. Es el dolor de descubrir la realidad. ¿Cómo podemos bajar a tierra?

Yo sugeriría tres pasos. Tenemos que aprender a abrir los ojos y ver los rostros de quienes están delante de nosotros. ¿Con qué frecuencia abrimos realmente los ojos para mirar a la cara de la gente y verles como son? Brian Pierce OP, un dominico de Estados Unidos, va a publicar pronto un libro que compara el pensamiento de Meister Eckhart, el místico dominico del siglo XIV, y Thich Nhat Hanh, un budista del siglo XX. Para ambos el comienzo de la vida contemplativa es estar en el momento presente, lo que el budista llama ‘consciencia’. Sólo es real el momento presente. Estoy vivo en este momento, y por tanto es en este momento en el que puedo encontrarme con Dios. Tengo que aprender la serenidad de dejar de inquietarme por el pasado y por el futuro. Ahora, el momento presente, es cuando comienza la eternidad. Eckhart pregunta, ‘¿Qué es hoy?’. Y él contesta, ‘Eternidad”

En la Última Cena Jesús agarró ese momento presente. En lugar de inquietarse por lo que Judas había hecho, o porque los soldados se estaban acercando, el vivió el ahora, y tomó el pan y lo partió y lo entregó a los discípulos diciendo, ‘Este es mi cuerpo, entregado por vosotros’. Cada eucaristía nos sumerge en ese ahora eterno. Es en este momento cuando podemos hacernos presentes a la otra persona, callados y quietos en su presencia. Ahora es el momento en el que puedo abrir los ojos y mirarla. Porque estoy tan ocupado, corriendo por todas partes, pensando en lo que pasará después, que puede ocurrir que no vea la cara que tengo frente a mí, su belleza y sus heridas, sus alegrías y sus penas. ¡En fin, la castidad implica abrir los ojos!

En segundo lugar, puedo aprender el arte de estar solo. No puedo estar a gusto con la gente a menos que sea capaz de sentirme a gusto solo algunas veces. Si me da miedo la soledad, entonces cogeré a otra gente no porque me deleite en ellos, sino como solución a mi problema. Veré a la gente simplemente como una forma de llenar mi vacío, mi espantosa soledad. Por tanto no seré capaz de alegrarme en ellos por su propio bien. Así que cuando uno esté presente con otra persona, que esté verdaderamente presente, y cuando está solo que aprenda a amar la soledad. De no ser así cuando uno está con otra persona, ¡se pegará a ella y la sofocará!

Finalmente, cada sociedad vive de sus historias. Nuestra sociedad tiene sus  historias típicas. A menudo son historias románticas. El chico conoce a la chica (o a veces el chico conoce al chico), se enamoran y viven felices para siempre. Es una buena historia que se da con frecuencia. Pero si pensamos que es la única historia posible viviremos con posibilidades demasiado reducidas. Nuestra imaginación necesita ser alimentada con otras historias que nos hablen de formas de vivir y amar. Necesitamos abrir a los jóvenes la enorme diversidad de formas en las que podemos encontrar sentido y amor. Por eso eran tan importantes las vidas de los santos. Nos mostraban que había diferentes formas de amar heroicamente, como personas casadas o solteras, como religiosos o laicos. Yo me sentí muy conmovido por la biografía de Nelson Mandela, The Long Road to Freedom. Es un hombre que dio toda su vida por la causa de la justicia y el derrocamiento del apartheid, y eso significó que no tuvo la clase de vida matrimonial que anhelaba, puesto que pasó años en la cárcel.

Así pues el primer paso de la castidad es bajar de las nubes. Muy rápidamente mencionaré otros dos pasos. El segundo paso, muy brevemente, es abrirnos al amor, para que no queden pequeños mundos a los que me repliego. El amor de Jesús se nos muestra cuando toma el pan y lo parte para que pueda ser compartido. Cuando descubrimos el amor no debemos conservarlo en un pequeño armario privado para nuestro deleite personal, como una secreta botella de whisky, guardada a escondidas para nuestro disfrute personal. Tenemos que compartir nuestros amores con nuestros amigos y con aquellos que amamos. De esta forma el amor particular se hace expansivo y sale al encuentro de la universalidad.

Sobre todo uno puede ensanchar el espacio para que Dios habite en cada amor. En cada historia concreta de amor puede vivir el misterio total del amor, que es Dios. Cuando amamos profundamente a alguien, Dios está ya ahí. Más que ver nuestros amores en competencia con Dios, éstos nos ofrecen lugares en los que podemos montar su tienda. Como Bede Jarret decía a Hubert van Séller, ‘Si pensaras que lo único que puedes hacer es retirarte a tu concha, nunca verías cuán amoroso es Dios.. Debes amar a P. y buscar a Dios en P… Disfruta su amistad, paga el precio del dolor que trae consigo, recuérdalo en tu Misa y deja que El sea la tercera persona en ese amor.’  La apertura de la Amistad Espiritual [de Aelred of Rivaulx]: “Aquí estamos, tú y yo, y espero que entre nosotros Cristo sea un tercero”. Es precioso, ¿verdad? Si te alejas del amor nunca conocerás cuan amoroso es Dios. Pero a menos que dejes entrar a Dios en ese amor, y le honres ahí, nunca verás el misterio de ese amor. Si separamos nuestro amor a Dios y nuestro amor a las personas concretas, ambos se volverán agrios y enfermizos. Eso es lo que significa tener una doble vida.

El tercer paso, quizás el más difícil,  es que nuestro amor ha de liberar a las personas. Todo amor, ya sea entre personas casadas o solteras, tiene que liberar. El amor entre marido y mujer debe abrir grandes espacios de libertad. Y esto es aún más cierto para los que somos sacerdotes o religiosos. Tenemos que amar para que los demás sean libres para amar a otros más que a nosotros. San Agustín llama amigo del novio, amicus sponsi, al obispo. En inglés decimos ‘the best man’ en la boda. El ‘best man’ no trata de que la novia se enamore de él, ¡ni siquiera las damas de honor!, él está señalando hacia otro.

En una ocasión un dominico francés comparó a Dios con un caballero inglés, que es tan inmensamente discreto que no quiere imponerse de ninguna forma sobre aquellos a los que ama. Abrirá la puerta y se asomará para asegurarse de que están a gusto con su presente inamorato y después, por más que desearía quedarse, desaparecerá para no molestarles. Como dijo C.S. Lewis, ‘Es un privilegio divino ser siempre no tanto el amado como el amante’ [15] . Dios es siempre el que ama más de lo que es amado. Esa puede que sea nuestra vocación muy a menudo. Como dijo Auden: ‘Si el amor no puede ser igual que sea yo el más amante [16] .

Esto implica negarse a dejar que la gente se vuelva demasiado dependiente de uno y no ocupar el centro de sus vidas. Uno debe estar siempre buscando otras formas de apoyo para la gente, otros pilares, para que nosotros podamos dejar de ser tan importantes. Así la pregunta que uno debe hacerse siempre es: ¿Está haciendo mi amor más fuerte a esta persona, más independiente, o la está haciendo más débil, y dependiente de mí?

¡Ya vale! Tengo que parar ahora, tras una última reflexión. Aprender a amar es un asunto difícil. No sabemos a dónde nos llevará. Nos encontraremos nuestra vida vuelta del revés. Seguramente a veces nos haremos daño. Sería más fácil tener corazones de piedra que corazones de carne, ¡pero entonces estaríamos muertos! Si estamos muertos, no podríamos hablar del Dios de la vida. ¿Pero como atrevernos a vivir pasando por esta muerte y resurrección?

En cada eucaristía recordamos que Jesús derramó su sangre por el perdón de los pecados. Esto no significa que tenía que aplacar a un Dios furioso. Ni siquiera significa solamente que si nos equivocamos podemos ir a confesar nuestros pecados y ser perdonados. Significa mucho más. Significa que, en todas nuestras luchas por ser personas que aman y están vivas, Dios está con nosotros. La gracia de Dios está con nosotros en los momentos de fracaso y de lío, para ponernos nuevamente en pie. De la misma forma que el domingo de pascua Dios convirtió el viernes santo en un día de bendición, podemos estar seguros de que todos nuestros intentos por amar darán fruto ¡Y por eso no tenemos que temer! Podemos adentrarnos en esta aventura, con confianza y coraje.

[1] 12th Homily on the Eph to the Colossians.

[2] Manikon Eros: Mad Crazy Love  Dublin 2000 p.66

[3] Comm on Sentences III, 25, 1,1, 4m

[4] The Four Loves London 1960 p.111

[5] ed. by Bede Bailey, Aidan Bellenger and Simon Tugwell, Letters of Bede Jarrett Downside and Blackfriars 1989 p.180

[6] Law, love and language p.22

[7] Josef Pieper The Four Cardinal Virtues Notre Dame 1966 p. 156

[8] Quoted Herdman op.cit p.87

[9] John Mood Rilke on Love and Other Difficulties, translations and Considerations of Rainer Maria Rilke,  New York 1993 27ff. quoted by Hederman op.cit. p. 81

[10] Lost Icons p.153.

[11] Becoming Human p.7

[12] op. cit. 96

[13] op.cit 105

[14] Lost Icons p.156

[15] op.cit. 184

[16] Collected Shorter Poems 1927 – 1957 London 1966 p. 282






DAR A SUA VIDA

Pierre Claverie[1]


Para Pierre Claverie, o Reino de Deus está no interior de toda a criação. Ele existe onde a Palavra e o Espírito de Deus germinam numa terra humana. Ele semeia todas as realidades humanas para fecundá-las e fazê-las encarnar a própria presença de Deus. Dom de Deus, o Reino é recebido sob certas condições. Herdarão o Reino de Deus: os pobres de Espírito (Mt 5, 3); os que se tornam como crianças (Mt 18, 1-4); os que procuram o Reino e sua justiça (Mt 6, 33) e não se deixam monopolizar pelos bens e cuidados deste mundo, por si mesmos e seus próprios interesses; àqueles que estão prontos a sacrificar o que possuem (Mt 13, 44-45) para atingir uma perfeição maior que a dos fariseus (Mt 5, 20); aos que cumprem a vontade do Pai (Mt 7, 21) cuja primeira e última palavra é o amor fraterno (Mt 25, 34-36).

Somente poderemos compreender a profundidade da Eucaristia se assumirmos , em toda nossa vida, o espírito de pobreza, da criança e o dom de si por amor que nos dá acesso ao Reino. A Eucaristia nos inicia a isto e é preciso entrar, passo a passo, nos seus ritos para realizar o nosso próprio destino e fazer do nosso mundo um “mundo novo”. Sem esta disponibilidade de coração, ficaremos, para todo o sempre, prisioneiros das aparências, dos ritos e das leis.

Temos que nos aproximar do mundo e dos outros com uma atitude de pobreza, de respeitosa espera, de escuta gratuita e desinteressada para podermos perceber para além das aparências, uma presença fraterna, com a qual podemos, finalmente, dialogar. Mas para que não aceitemos mais conquistar, dominar e submeter, para que passemos à gratuidade e à espera desinteressada, é necessário extirpar toda posse, sobretudo a do dia-bolos (o que separa cortando) e nos colocar à disposição do diálogo (atravessados pela Palavra) pelo sinal ou pelo símbolo, sun-bolos (o que reúne unindo). Esta passagem é a mesma da Páscoa que conduz ao Reino de Deus e Jesus a transpôs passando da morte-separação à vida-comunhão filial pelo dom de si, mãos abertas sem nada reter, por amor. “Só há um único passo a se fazer para reencontrar Deus: um passo fora de si mesmo”(Rumi). Mas para aceitar a passagem e o despossuir-se confiante da fé, que consente em sair de si mesmo, é preciso ter sido amado.



Aproximar-se de Deus: perdão e Aliança de misericórdia 

         O pecado não se opõe à virtude e nem é uma falta no cumprimento da Lei. O pecado é a atitude de fundo que pode colorir a própria virtude e até a aparência mais nobre e mais perfeita: ser pecador é querer fazer de si mesmo o centro do mundo – orbitar em torno de si próprio – e querer ser a si mesmo por si próprio, diante dos outros e diante de Deus e reduzir tudo a si. É a ruptura da Aliança e sua consequência é a morte ou a solidão, o que para o Antigo Testamento é idêntico. Reconhecer-se pecador não acarreta nada de trágico ou de castigo: o pecado não é o que aprendemos acreditar que fosse, há quase uma alegria em se reconhecer pecador, pois isto supõe que descobrimos o amor, a força do perdão e da transformação. A tristeza e o abatimento vêm de duas perversas interpretações do pecado: ou bem, não nos consideramos pecadores porque nos julgamos perfeitos observadores de uma Lei (é a virtude triste e carrancuda dos fariseus que reprovam a Jesus de “comer e beber” com os pecadores) ou ainda, nos esforçamos tristemente para adquirir uma perfeição inacessível, sempre impotente, culpada e humilhante.

         Nós imploramos a piedade de Deus para que não permita que nos fechemos sobre nós mesmos, temerosos e esmagados pelo nosso orgulho e humilhados porque nos afastamos dos caminhos das virtudes (cf. Mc 7, 21-23). Como nos afirma Paulo: “Não depende do homem querer ou correr, mas de que Deus faça a misericórdia” (Rm 9, 16). Pedir a misericórdia é também nos colocarmos à disposição desta mesma misericórdia uns face aos outros. Nossa assembleia é uma assembleia de pecadores e nós não valemos mais uns dos que os outros. É o momento de mudar o nosso olhar sobre aqueles com os quais celebramos: se Deus convoca cada um dentre nós, com a sua história pessoal e com o mistério insondável do seu coração para nos fazer experimentar o poder do seu Amor, como eu me permitiria julgar, excomungar, esmagar e rejeitar o meu próximo? A assembleia se forma na consciência que ela é convocada por qualquer um que deseja reconciliar tudo no seu amor (Jo 15, 16).

         Muitas vezes ouvimos dizer que temos perdido o sentido do pecado: eu creio que perdemos o sentido do amor e da misericórdia muito mais do que o do pecado e disto decorrem todas as desordens.



Acolher sua Palavra, a expressão do seu próprio Ser

         A Palavra de Deus não é somente uma sequência de vocábulos e de sentenças: ela é a manifestação, a comunicação, a expressão do seu próprio Ser e de sua Presença ativa, operante. Ela é eficaz, pois é verdadeiramente habitada pelo Espírito e a Presença daquele que a pronuncia. Ele se compromete inteiramente: não há distância entre o que se diz e o que se faz. Esta Palavra insufla a vida e vemos que em Jesus Palavra, Presença e Ação se conjugam para comunicar a Vida. Esta Palavra, para nós, fez-se carne e o homem é Jesus-Cristo, uma pessoa e não somente os vocábulos num Livro: Jesus não escreverá! Escutar a Palavra é concentrar todo nosso ser para reter a Presença cuja escritura é o sacramento, pois a Palavra proclamada e não apenas lida na assembleia é verdadeiramente o sacramento da Presença de Deus em Jesus   Cristo. Ela significa e alimenta tanto quanto o pão e o vinho.     No Antigo Testamento, a Palavra de Deus, esta sabedoria que nasce da experiência, do povo de Deus com seu Deus, está quase personificada e ela se come e se bebe: ela prepara a mesa. Comungamos esta Palavra como comungamos o pão e o vinho, Corpo e Sangue do Cristo.

         Cada um entre nós não pode se contentar em repetir o foi escrito, de reproduzir hoje o que os apóstolos viveram e escreveram há vinte séculos. Cada um recebeu o Espírito para encarnar por sua vez a presença atuante de Jesus: é desta maneira que se escreveu o quinto evangelho (o da vida) e que a Boa Nova do amor de Deus é proclamada hoje e pelos séculos. A evangelização é a vida de uma comunidade que recebe, encarna e comunica o amor de Deus descoberto em Jesus – este amor partilhado e proclamado pelos seus apóstolos nos seus evangelhos. Esta Palavra não nos chega somente pelas letras das Escrituras recebidas na Igreja, ela se encarna nos homens e mulheres que nos interpelam em nome de Deus ou nos revelam um aspecto ou outro de sua Face que temos esquecido ou voluntariamente ocultado. É o que os Padres da Igreja chamavam de “sementes do Verbo” na criação.

         No nosso mundo alquebrado, a comunicação está destruída. A palavra é insignificante: a inflação de vocábulos faz perder de vista os que os pronunciam, não há mais relação concreta com a realidade como nos tempos bíblicos e como ainda hoje existe nas línguas semitas ou africanas.

         Por sua Palavra, Deus se diz e se dá inteiramente. Nossa palavra deve também dizer o que nós somos. E ela o diz, aliás, apesar de nós e nos revela sem que o saibamos. A qualidade do nosso ser será a qualidade da nossa comunicação, mesmo silenciosa. Escutar muito, falar pouco: vossa palavra terá então o peso de vossa presença com os outros e ela poderá ajudá-los a viver e amar.



Proclamar sua fé: confiança e obediência

Após a escuta da Palavra vem o momento do compromisso, da conversão que abre a porta da oferenda e da Páscoa de Jesus Cristo. A fé é a nossa resposta ao apelo do amor de Deus. Ela é o movimento pelo qual todo nosso ser se abandona e se entrega Àquele que provou um amor mais forte do que a morte.

Podemos dizer que a primeira parte da Missa, que vai finalizar com o Credo, é como uma figura do batismo: o limiar do sacrifício que vai seguir. Iniciada pela conversão, ela continua pela escuta da Escritura e termina na proclamação da fé. A passagem se faz, de nós para Deus pela escuta de sua Palavra de Amor: estamos, então, dispostos a partilhar o mesmo gesto do seu Filho. Esta fé nos coloca na atitude justa para continuar a ação eucarística.



Abandonar-se oferecendo sua vida: a pobreza

         No momento do ofertório damos um passo para fora de nós mesmos e este momento nos associa ao dom que o Cristo faz da sua vida, pois quando se descobre o poder da confiança e do amor, não se pode mais viver curvado sobre si mesmo: é o momento do despojamento e da pobreza. O ofertório é um compromisso de todo o nosso ser ao serviço da Boa Nova evangélica: oferecemo-nos para ser o pão pelo qual Deus quer saciar os famintos de amor em todo o mundo. Nós nos colocamos à disposição de Deus, com as mãos  abertas, prontos a dar o que as obstrui, mas também prontos a nos entregar sem reservas para que Deus realize a sua obra por nós, em nós e por meio de nós.

         O ofertório é o momento da disponibilidade que é a forma essencial da pobreza fundada sobre a confiança: por esta disponibilidade o homem que segue o Cristo se entrega à sua simples humanidade pela qual pode transparecer a luz da sua face. O compromisso exigido pelo ofertório é o de homens e mulheres com as mãos nuas, como seu Senhor, de coração aberto e desobstruído, sem entulhos, que testemunham a sua confiança Naquele que os chama e os envia. Quanto mais os meios são pobres, mais evidente é a fonte.

         Nós apresentamos o pão. É o pão da marcha no deserto ao reencontro com Deus. É o pão da liberdade, que se come de pé; o pão da marcha em frente que se come para poder partir para uma próxima etapa: é o ponto de encontro entre a natureza e o trabalho do homem. É o maná que Deus coloca em nossa travessia, o justo necessário que não se pode armazenar sob a pena de vê-lo apodrecer entre nossas mãos: como todo dom divino. Apresentar este pão é “sair”(êxodo) ao reencontro de Deus.

         Nós apresentamos o vinho. O vinho da festa e, também, o símbolo do sangue derramado, pois o êxodo de Jesus Cristo é a sua subida para Jerusalém onde vai renovar a Aliança. No afrontamento com os poderes da morte, Jesus vai dar a sua vida, entrando na morte para aí depositar, no interior, o germe da vida que vai levantar os túmulos.

         Cada Fiat, cada Amém é uma porta aberta ao Deus que espera, que bate e que pede para ser convidado. Esta é a razão pela qual os pobres são os primeiros a acolher Deus e os primeiros para quem Jesus vai dirigir o seu olhar e seus passos. A oferenda é mais espontânea quando não temos riquezas a proteger e o cuidado de acumular para viver: a partilha é mais natural e abrimos a nossa porta com maior vontade quando somos pobres e que temos, verdadeiramente, necessidade dos outros para viver. A oferenda lembra-nos também que é preciso abrir a porta e se dar.

         É o momento de realizar que a nossa vida só tem valor à medida que ela se dá: não somente na missa, mas também no cotidiano dos encontros e acontecimentos da vida. Dar-se a Deus, mas também dar-se aos outros, é o movimento do ofertório que desemboca na Páscoa e na comunhão dos filhos de Deus. Se tudo é recebido como dom de Deus, não temos nada a reter e tudo a partilhar: a oferenda é a consequência deste dom de amor incessante que é a criação por Deus e que o Espírito faça de nós uma eterna oferenda à glória de Deus.



Dar graças, Eucaristia: Cantar a glória, o reconhecimento.

         Eucaristia significa dar graças e o que celebramos é a maravilha que é nosso Deus como Jesus nos dá a conhecer no gesto supremo de dar a sua vida por seus amigos. A descoberta do amor de Deus é a fonte de todo comportamento cristão: perdão, escuta da palavra criadora do amor, grito de confiança que se torna uma confissão de fé, oferenda da sua vida em resposta ao dom da vida e, finalmente, o reconhecimento pelo amor recebido e pelo amor dado.

         Damos graças por este Deus que não esmaga nunca, não se impõe, não julga e nunca rejeita ninguém: Ele é o Amor e todo seu poder é o do amor, da fé humilde, paciente, atento a nada quebrar, a não apagar a chama que ainda fumega, mas forte e irresistível como o apelo do amante pelo guia. Damos graças a este Deus porque Ele é um Deus de relação e de comunhão e não um todo-poderoso solitário e distante. Ele é na sua própria natureza acolhida e dom; partilha e comunhão. Ele cria e recria sem cessar a comunicação e a comunhão, indo diante dos que estão curvados para lhes abrir novamente a alegria da partilha.

         O nosso deslumbramento do conhecimento de Deus em Jesus Cristo se prolonga pelo conhecimento e o reencontro de todos aqueles, homens e mulheres, que são ainda hoje os sinais de sua Presença. Pois Ele mesmo disse: os que serão habitados pelo seu Espírito nos interpelarão em seu nome, a começar pelos pequenos e pelos pobres que são o sacramento da sua Presença real e viva neste mundo.

         Somos portadores da esperança e testemunhas da alegria de Deus e a Eucaristia nos convida a isto e para sermos portadores e testemunhas é necessário que leiamos as Bem-aventuranças e compreendamos que a glória do Reino e a alegria da Ressurreição nascem na passagem da Cruz.



O apelo ao Espírito Santo: mestre da obra, força de vida

         Nós oramos ao Espírito Santo para santificar nossas oferendas para que se tornem o Corpo e o Sangue de Jesus Cristo: oramos ao Espírito Santo para que torne presente e atual a páscoa de Jesus Cristo Ressuscitado. A obra do Espírito é de tornar contemporâneas a presença e a ação de Jesus Cristo na nossa humanidade. É dele que esperamos o nascimento do mundo novo sendo vigilantes na fé. Ele é o mestre de obras da nova criação, como foi na origem, pairando sobre as águas ou insuflado no homem. O Espírito Santo é o ar do Reino de Deus. Tudo o que o Espírito suscita e anima traz em si um ar e um aroma do Reino de Deus. O Espírito é quem cria a nossa comunhão no Corpo do Cristo ressuscitado (1 Cor 12). Ele fecunda cada um com seus dons, exigidos para a harmonia do conjunto. Cada um de nós é dotado de carismas para a edificação – construção do todo – e, por isso, ninguém é desprezível, pois todos temos necessidade uns dos outros, pois cada um é para o outro um dom do Espírito. É o Espírito que faz a Igreja na sua diversidade e manifesta a vitalidade desta mesma Igreja ao dar-lhe a missão de realizar sinais que manifestem a realidade do Reino já presente no coração de sua ação e de sua vida. O primeiro e o maior sinal é o do Amor: é o único que importa e todo o resto lhe está subordinado (1 Cor 13).

         A manifestação da obra de Deus, sua realização na humanidade, é o amor fraterno com o que ele comporta de paciência, de bondade, mútua atenção e de confiança criadora. Na realidade cotidiana da vida, este é o maior milagre do Espírito e o seu maior sinal, mesmo que nada tenha de “maravilhoso” ou de “miraculoso” aos olhos das pessoas sedentas de “sinais” extraordinários.

         É o Espírito que confere ao ministro da Palavra atualizar a mensagem e torná-la acessível a cada um (“cada um compreendia em sua própria língua”) na sua mentalidade, pois Ele fala ao coração. É Ele quem nos inspira a oração, a ação de graças e o louvor, pois nos faz reconhecer a obra do Reino de Deus e guardar viva a memória de Jesus Cristo.

         É o Espírito que nos coloca o estado de oferenda de nós mesmos, de abandono e compromisso. Faz-nos pobres para entrar no mistério da Páscoa. O pão e o vinho são transformados pelo Espírito de tal maneira que se tornam realidade do Reino: o Corpo e o Sangue do Cristo na assembleia dos que vão deles se alimentar e tornarem-se desta maneira Corpo de Cristo.

         O amor deve realizar em nós sua obra de justiça, de paz, de criação e de comunhão.



A Páscoa do Senhor e a nossa

         Na véspera de sua Paixão, Jesus sabia que provocara as forças da morte denunciando-as cada vez mais claramente. Ele atacou o poder da morte sobre os corpos dos homens e mulheres, curando as doenças de todos os tipos; ele atacou o poder da morte nos corações denunciando a hipocrisia, a mentira, a injustiça, e a autossuficiência. Desafiou até o poder da Lei religiosa da qual se serviam os sacerdotes para submeter os crentes (os sábados, as purificações, os jejuns). Todas estas forças vão se unir contra ele e, voluntariamente, ele se deixara acorrentar por elas: este é o sentido da sua recusa de ser salvo pela espada de Pedro e de seu silêncio diante dos seus juízes.



Presença real e adoração

         É no reencontro entre a assembleia que celebra e os sinais da Páscoa – pão e vinho – que o Corpo de Cristo se incorpora à humanidade e se realiza a sua presença real. É importante acentuar que o Corpo eucarístico só se torna presença real do Cristo no e pelo Corpo eclesial, este corpo de discípulos, habitado pelo Espírito de Deus para ser a prefiguração do seu Reino de amor. É preciso entrar no mundo sacramental para que a transformação se faça: não se trata somente do pão e do vinho, mas também da assembleia toda inteira que recebe o Espírito e se torna Corpo do Cristo. Nada se passa se fórmulas são pronunciadas sobre o pão e o vinho fora do contexto e do conjunto de uma Eucaristia celebrada pela Igreja, Corpo do Cristo. É preciso saber que Corpo do Cristo, desde as origens do cristianismo, não designava o pão consagrado, mas “a Igreja de Jesus Cristo espalhada em todo o Universo e que continuava a crescer sob a conduta pastoral do colégio episcopal”. E a comunhão era a comum união da Igreja em crescimento que o Espírito mantinha na unidade do amor.

         Comer o pão e beber o vinho é entrar com Ele na sua intenção pascal: fazer nosso Seu desejo de dar sua vida para destruir a morte. O pão e o vinho são realidades do Reino: habitados pela presença do Cristo que está todo em todos. Por meio deles Jesus se torna realmente presente no meio de nós quaisquer que sejam nossas disposições interiores para recebê-Lo. Ele toma a iniciativa de se apresentar, de se expor, de se dar independentemente da nossa fé e da qualidade de nossa própria presença.

         Como diz São João Crisóstomo: “Queres ver teu altar? Este altar é constituído pelos próprios membros do Corpo do Cristo. E o Corpo do Senhor torna-se para ti um altar. Venere-O. Ele é mais augusto que o altar de pedra onde celebras o santo sacrifício. E tu, tu honras o altar que recebe o Corpo do Cristo e desprezas aquele que é o Corpo do Cristo. Este altar, em todos os lugares te é possível contemplá-lo: nas ruas, nas praças e em todas as horas podes nele celebrar a liturgia”.



A oração de Cristo e da Igreja

         No movimento que conduz à comunhão pela partilha do Corpo e do Sangue do Cristo, agora é o momento da grande intercessão da Igreja pelo mundo, por Cristo, com Cristo e em Cristo. Quando dizemos por Ele, com Ele e Nele, situamos muito bem a oração cristã em seu Nome. Orar em nome de Jesus é amar (Jo 16, 24-27) e ter no coração o seu próprio amor (Jo 15, 16-17).

         Se desejamos os que Deus deseja não podemos nos contentar com palavras e intenções piedosas: nossa oração será também uma entrada no seu desígnio com todas as nossas energias, mesmo que limitadas, mesmo as mais humildes. E o essencial da oração é o acolher, o se abrir e o receber. Na oração, temos primeiro a consciência de que Deus é a fonte e que nossa vida e a vida do mundo devem se saciar desta fonte de vida e receber de Deus o sopro que cria, verdadeiramente, de novo, o mundo.

         O Pai Nosso é a sequência natural desta oração que temos feito pela Igreja e pelo mundo, por Cristo, com Cristo e em Cristo. Esta oração resume num texto breve tudo o que interessa dizer e viver quando estabelecemos uma relação com Deus, pois reafirmamos que o Espírito é a fonte de nossa confiança e de nossa segurança, pois Ele faz de nós filhos e filhas e nos concede descobrir o amor do Pai. É por Ele que podemos dizer a Deus: Pai Nosso!



Corpo de Cristo no amor: a comunhão

         A comunhão é o coroamento de tudo o que vivemos antes na Eucaristia. A vida no Espírito que cada um recebe deve ser transmitida pela vitalidade e pela travessia da comunidade. Não retemos nada para nós, damo-nos mutuamente uns aos outros para que possamos viver. Desta maneira ninguém se impõe e nem retém para si mesmo qualquer coisa por menor que seja; não procura se proteger e nem se encerrar atrás de trincheiras.

         Cada um de nós é chamado por seu nome, habitado por esta presença de tal modo que é pessoalmente enxertado no Corpo do Cristo. Nossa comunhão e nossa partilha não são um agrupamento anônimo: nós não nos fundimos num todo indistinto como o sal no mar; somos pessoas insubstituíveis, cada um é chamado por uma razão distinta: com suas riquezas e sua história pessoal e cada um é respeitado pelo seu caráter próprio. Não há uniformidade neste Corpo, ao contrário, a diversidade é necessária porque somos todos complementares. A Igreja tem necessidade da diversidade das culturas, das raças, dos povos, das pessoas para construir o Homem total, o Cristo perfeito. Cada um é responsável pela formação e pelo crescimento do todo.

         Este conhecimento de amor, que chama cada um pelo seu nome, liberta da solidão, do medo e da desconfiança dos outros. Nossa comunhão começa a existir quando abandonamos, pouco a pouco, nossos julgamentos e pretensões sobre os outros quaisquer que sejam: julgar é se situar em relação aos outros e Jesus nos convida a nos situarmos somente em relação a Deus. A Eucaristia permite nos colocarmos sob este olhar libertador e sermos, desta maneira, artesãos da paz e da fraternidade. Um mundo novo pode começar.

         Nossa comunhão se constrói não erguendo muralhas que separam e aprisionam numa torre de marfim, mas ao se colocar cada um dos seus participantes a serviço do Reino de Deus na construção deste mundo fraterno. Nossa comunhão não é somente para o momento de uma missa, pois ela é a atitude mais essencial da nossa vida e ela mesma é o sinal maior do Reino de Deus realizado em nosso mundo. Nossa fraternidade é o sacramento da presença e da ação de Deus.



Corpo do Cristo para o mundo

         A Eucaristia é missionária, a unidade que ela cria é aberta ao mundo que espera a “manifestação dos filhos de Deus”. A Eucaristia faz de nós um povo de testemunhas: testemunhas do amor de Deus que temos recebido e que comunicamos a todos nos lugares em que vivem.

         Este testemunho é a primeira e essencial evangelização – a missão da Igreja consiste em tornar contagiosa esta maneira de ser e de existir que descobriu no Cristo – com um grande respeito das consciências e das liberdades, pois nada no mundo pode fazer nascer o amor a não ser pelo amor. Nem a persuasão, nem a autoridade, nem as obrigações impostas, nada pode forçar o homem a amar a não ser o reconhecimento de outro amor, humilde e respeitoso.

         A Eucaristia também faz de nós um povo de vigilantes que carregam uma esperança e faz de nós irmãos universais, pois nos torna solidários com toda a humanidade. O pão partido nos converte em homens e mulheres da partilha e, desta maneira, sermos uma força de transformação do mundo. A Eucaristia nos compromete a partir o pão com todo homem na sua necessidade. Como então podemos viver uma Eucaristia sem nos comprometermos na libertação dos nossos irmãos e irmãs? Desta maneira a Igreja, Corpo do Cristo para o mundo, deve continuar a sua missão de serviço e de amor.

         O sacramento da Eucaristia não é um fim em si mesmo: ela se extingue no Reino que ela designa e o qual ela inicia, no qual ela nos faz entrar e que ela realiza. A Eucaristia nos faz participar da própria vida do Reino, coloca-nos na comunhão dos santos em que Deus é tudo em todos. É preciso crer nesta comunhão universal na Vida, nesta comunhão misteriosa do poder da Ressurreição, porque devemos acreditar na comunhão dos santos num único Corpo do Cristo.



ITE MISSA EST

         “A Missa não acaba enquanto um corpo estiver faminto, uma alma estiver pisoteada, um coração estiver ferido e um rosto estiver fechado: enquanto Deus não for tudo em todos. Eis todo o universo em vossas mãos como uma hóstia para ser consagrada por vosso amor e vossa caridade e voltar à sua vocação divina que é de amar e de cantar: ‘Tudo é vosso, vós sois de Cristo, Cristo é de Deus’ (1 Cor 3, 23). Ide! É a missão divina, na colheita divina para recolher e juntar todas as espigas dispersas num único pão vivo” (Maurice Zundel, O poema da santa liturgia, 1934).









        







                      



[1] Dominicano, bispo de Oran, Argélia, assassinado em primeiro de agosto de 1996. Resumimos o seu retiro sobre a Eucaristia escrito por ocasião do Congresso Eucarístico Mundial, de 1981, em Lourdes, França sob o tema: “Jesus Cristo pão partido para um mundo novo”. O texto completo está no livro Donner sa Vie, Paris, Cerf, 2008.










A MISSA

                                                                 Cardeal Jean-Marie Lustiger[1]


Introdução


         Nos dias de hoje, o comportamento religioso pelo costume dos self-service e pelas comodidades oferecidas pelos shopping-centers exige horários mais flexíveis e adaptados às demandas da clientela católica, para que possa conservar a sua prática de assistir a missa. Deste modo, pensam que, a todo momento, podem encontrar nas igrejas os artigos de consumo adaptados aos desejos de cada um dos “praticantes”, sem saber que a missa não é uma prestação modificável aos caprichos do marketing.
         Nós não vamos à missa para satisfazer nossa sensibilidade religiosa, nem porque temos vontade ou necessidade naquele dia e em tal hora. Nós participamos da missa de domingo – que começa no sábado à noite segundo um antigo uso litúrgico – porque o Senhor Jesus nos convoca, o Espírito Santo nos reúne e Deus nosso Pai nos doa para discípulos de seu Filho.
         A Trindade nos convoca, de domingo a domingo, para tornar visível seu povo e para constituí-lo pelo sacramento da Eucaristia. É nossa vocação dar graças ao Pai, no Cristo, com Ele e por Ele. Devemos considerar como uma graça de Deus termos sido escolhidos para fazer parte do povo de Deus, “para servir em sua presença (oração eucarística II) e para sermos reunidos na Igreja – o Corpo de Cristo e o Templo do Espírito Santo.
         A missa de domingo é um ato público da Igreja. Cada domingo, toda “igreja particular”, conforme o Vaticano II compreende a “diocese” e celebra a eucaristia em comunhão com o seu Bispo e com o Papa que são os servidores e os avalistas desta comunhão católica aberta a todos os povos e a todos os homens (cf. Mt 22, 1ss). A assembléia eucarística não é seletiva segundo os critérios humanos, pois todos se reencontram diante de nosso Senhor e Mestre que se fez servidor de todos.
         A missa é uma assembléia aberta a todos, sem exceção, mas é a assembléia dos batizados. Ela é destinada aos homens e mulheres que entraram no mistério do Cristo pelos sacramentos da iniciação cristã. Somente os batizados podem entrar em comunhão com o mistério da misericórdia e da graça que é a Eucaristia.
         A celebração eucarística é um ato “codificado” por sua referência a Jesus, não somente na intenção, mas nos gestos, nas atitudes e nas palavras (cf. 1 Cor 11, 23-25). Quando celebramos a Eucaristia não estamos nem mais e nem menos afastados de Jesus como os da Igreja primitiva, pois não é o tempo decorrido que mede a distância, nem mesmo a ligação dos cristãos ao Cristo, mas a fidelidade e a dos cristãos ao que o Cristo realiza hoje em sua Igreja.
         Nossa celebração eucarística reúne, de maneira original, duas liturgias distintas que Jesus participou e celebrou. A primeira, a liturgia da sinagoga, seria o equivalente ao que chamamos hoje, na missa, de Liturgia da Palavra. Ela consiste no canto dos salmos, nas orações de súplica e bênçãos e, fundamentalmente, na leitura regular da Palavra de Deus ordenada segundo um ciclo determinado. Não se lê, não importa o quê, segundo o humor do dia (Lc 4, 16-22). Jesus anuncia a Palavra de Deus e a sua realização.
         A outra forma de celebração é a ceia do sábado (sabbat) ou melhor ainda, a ceia pascal. É uma ceia de festa, uma ceia ritual em que não cabe nenhuma improvisação. Tudo é preparado minuciosamente e aprontado de antemão. Jesus sabe bem disto (Lc 22, 7-12s). Na páscoa judaica, o pai de família quebra o pão sem fermento e o partilha com os que estão à mesa. Ele pronuncia a bênção: “Eis o pão da miséria que nossos pais comeram no Egito”. Jesus dirá: “Eis o meu Corpo entregue por vós”. Depois, a refeição continua entre orações, aclamações, ações de graças. Finalmente, chega o terceiro e o último cálice que evoca os sacrifícios do Templo. O pai de família pronuncia sobre o cálice uma bênção antes de passar aos convidados e Jesus dirá: “Isto é o meu sangue, o sangue da Aliança derramado pela multidão, pelo perdão dos pecados” (Mt 26, 28).
         Estas duas bênçãos, Jesus as toma emprestado de uma maneira singular no início e no fim do ritual da ceia pascal. Juntas elas formam o centro da oração eucarística: a consagração. A liturgia cristã, vinda do Cristo, funde num único momento, numa única assembléia, num único e mesmo ato eucarístico – de ação de graças – a celebração da Palavra e a celebração da Ceia. A partilha da Palavra de Deus e a partilha do Pão eucarístico são uma só: é Jesus que nos entrega a Palavra e Ele próprio é a Palavra feito carne. Não há somente continuidade, mas uma unidade espiritual entre estas duas partes da Missa.

A Igreja/edifício

         Dissociar a liturgia da Palavra da liturgia eucarística é romper o caráter original da missa que o edifício/ igreja exprime da sua maneira. Duas são as suas características comuns em todas as épocas e culturas. De uma parte, o edifício se apresenta como o lugar da assembléia; de outra parte, e ao mesmo tempo, este edifício converge para o altar, a mesa santa na qual é celebrado o banquete sagrado da Eucaristia.
         Muitas vezes somos tentados a separar estes dois componentes. Por exemplo, fazer pela manhã, na sala de reuniões, a partilha da Palavra e à noite, na capela, a celebração eucarística. Desta maneira, quebramos literalmente em duas uma unificação que é o elemento original e específico do cristianismo. Mais do que um progresso, fazer isto é uma regressão, ainda que tenhamos as melhores intenções pedagógicas para distinguir estes dois momentos da celebração. Dissociamos o espaço arquitetônico construído como um todo. É o Cristo que fala na proclamação da Palavra e que se oferece no banquete eucarístico, ao ponto de que não pode haver liturgia eucarística sem a liturgia da Palavra. É primordial manifestar, concretamente, esta unidade essencial na missa.

O canto de entrada

         O canto de entrada auxilia a acolhida uns dos outros e une numa só voz os corações anteriormente apaziguados pela oração pessoal antes da Missa. Todo canto não é para criar uma atmosfera, mas é uma oração: de penitência, de adoração, de pedido, de louvor. O canto de entrada é um ato litúrgico essencialmente comunitário em que cada um se associa para formar a assembléia eucarística, ainda que sejamos desconhecidos uns dos outros.

Os salmos

         O que devemos cantar? Na tradição da Igreja do Ocidente, o canto que abre a liturgia é habitualmente um salmo com um refrão amplo e característico da festa do dia. Em latim, chama-se Introitus. E, por esta razão, insisto que seja um salmo e não qualquer canto inventado ainda que seja animado e conhecido por todos. São os salmos que nos fazem encontrar as melhores palavras para exprimir Deus. Os salmos, recebidos da Palavra de Deus, tornam-se as nossas próprias palavras. Não podemos jamais esquecer que Jesus, o Cristo, rezou com os salmos.
         A assembléia dos fiéis já é a figura do Templo último na Jerusalém Celeste (Ap 5, 6); o Templo Espiritual constituído de pedras vivas: “Ele é a pedra vida, rejeitada pelos homens, escolhida e estimada por Deus; por isso, aproximando-vos Dele, também vós, como pedras vivas, entrais na construção de um templo espiritual e formais um sacerdócio santo, que oferece sacrifícios espirituais, agradáveis a Deus por meio de Jesus Cristo”(1 Pe 2, 4-5).

O beijo no altar

         É o primeiro gesto do sacerdote antes de dirigir à assembléia a menor palavra. O altar é o túmulo dos mártires, é o sinal do Cristo e do sacrifício de ação de graças que vamos oferecer. Este gesto de veneração, muitas vezes acompanhado com o incenso, significa que tudo está referido ao Cristo: Ele, o altar, o sacerdote e a vítima. Ele, presente nesta assembléia (Hb 4, 14ss; 9,14). Somente após o beijo no altar, tão rico de significado na sua simplicidade e seu silêncio, é que o celebrante, irmão no meio dos seus irmãos, toma palavra e saúda a assembléia: “Em nome do Pai, do Filho e do Espírito Santo”.

A primeira profissão de fé

         O sinal da cruz que fazemos sobre o nosso corpo não deve ser feito maquinalmente como um gesto convencional, uma fórmula estereotipada que se usa habitualmente. Ele exprime a primeira profissão de fé no mistério de Deus. Esta fórmula é o decalque de um estilo especificamente hebraico: ao Deus-de-Nome-Inefável ousamos nomear de Pai, Filho e Espírito Santo.
         A assembléia responde Amém, como um ato de fé na verdade de Deus. Amém em hebraico significa adesão à verdade.
         De todas as formas de saudação dos fiéis, destaco duas. A primeira, “O Senhor esteja convosco”, ou ainda,” O senhor convosco” – Dominus Vobiscum que melhor exprime o essencial do hebreu, do grego e do latim, ou seja, não um desejo, mas um fato [como em português, a expressão rosiana “Deus esteja!”]. Esta expressão é o reconhecimento, um ato de fé, uma afirmação e a bênção por excelência! Ela condensa a Aliança de Deus com o seu povo, concluída no Sinai: convosco!
         Jesus no final da sua travessia diz aos apóstolos: “Eu estou convosco até o final dos tempos” (Mt 28, 29), assumindo a formula da bênção e a aplicando a Si mesmo.
         A segunda, “A paz convosco” – Pax Vobis também como uma afirmação de um fato e não de um desejo. Retoma o salmista: “Eu escuto o que diz Deus, o Senhor; Ele diz: ‘Paz para seu povo e para os seus fiéis’” (Sl 85, 9). A paz, tal como aparece no Antigo Testamento, é a plenitude da vida com Deus; é a vida humana finalmente realizada em felicidade porque Deus vem fazer a sua morada e armar a sua tenda no meio do seu povo; é a vida do homem transfigurada pela alegria de viver com Deus entre os irmãos. Jesus diz no seu último discurso aos que serão associados à sua Paixão: “Eu vos disse isso, para que tenhais paz graças a mim. No mundo passareis tribulações; mas tende ânimo, pois eu venci o mundo” (Jo 16, 33).
         Não podemos cair na tentação de dizer: “O Senhor esteja conosco” como se na outra forma de saudação o sacerdote estivesse se excluindo da assembléia. Devemos ter a lucidez de que o celebrante não é um mero porta-voz da assembléia, ele não foi instituído por um grupo de fiéis, mas pelo Cristo agindo por seus apóstolos (cf. Jo 15, 16).
         As palavras de introdução pertencem ao sacerdote para que todos saibam “penetrar”, aqui e agora, no sacrifício eucarístico. Não são apenas comentários para “ajudar” a assembléia a ficar, pouco a pouco, em silêncio, como se faz em qualquer auditório de rádio ou televisão. O sacerdote deve exprimir nas suas palavras de introdução a pulsação da oração da Igreja reunida neste dia, nesta missa. Pode ser a frase central da passagem do Evangelho a ser proclamado neste domingo, para que os fiéis possam saber em qual direção a Palavra de Deus orienta as suas orações.

A preparação penitencial

         O sacerdote convida a assembléia para pedir, em primeiro lugar, a graça de um coração contrito dos seus pecados, pois isto é o sentido do “se reconhecer pecador”. Este ato penitencial no início da missa não substitui o sacramento da Reconciliação e a confissão pessoal dos pecados para se receber o perdão de Deus. O sacerdote faz um convite inclusivo de apelo à conversão mais do que um pedido de exame de consciência, que não encontra lugar naquele momento, pois se trata de pedir e acolher a graça de Deus para nos reconhecer pecadores e nos arrepender. É o momento da quebra do orgulho e da vivência da humildade diante de todos os irmãos e irmãs.
         É preciso saber guardar um tempo de silêncio para que cada um, com todos, se coloque sob o olhar de Deus e implore: “Senhor, eu te apresento a minha vida; Tu a conheces. Perdoe-me de tê-Lo amado tão pouco e de não ter amado o meu próximo segundo o teu mandamento. Perdoe-me de não ter vivido o suficiente de Ti e em Ti. Abre o meu coração fechado. Ajude-me a descobrir e a mensurar o meu pecado. No lugar do meu coração endurecido, coloque um coração partido e contrito do mal que tenho feito contra Ti e meus irmãos”. O silêncio da assembléia recolhe numa única oração o segredo de cada um.
         Sugiro que se leia a IV oração eucarística que desenvolve, numa grande ação de graças, toda a história da salvação dos pecadores que Deus liberta por seu Filho. Para nós, assumir o tamanho do nosso pecado é assumir a medida do amor de Deus que nos resgata. A tristeza de nossas faltas se torna alegria pelo perdão de Deus.

O pedido de perdão

         O mais antigo pedido de perdão é o “Eu confesso...” e peço sempre que os jovens o saibam de cor, pois ele nos situa nossa vida pessoal diante da responsabilidade com Deus e com nossos irmãos e irmãs. Confessar é uma palavra muitas vezes difícil. Ela quer dizer reconhecer e conhecer, ou seja, fazer ou deixar que Deus faça a verdade em nossas vidas.
         Uma segunda fórmula é menos freqüente de ser utilizada e, contudo, é muito bela. Ela é feita de versículos de salmos dialogados entre o celebrante e a assembléia:

         Senhor, conceda-nos o Teu perdão;
         - Temos pecado contra Ti e contra nossos irmãos.
          Senhor, conceda-nos a Tua misericórdia;
         - E nós seremos salvos!

         Na fórmula do perdão sacramental, o padre diz: “Que Deus te conceda a misericórdia e o perdão (...) e eu, pelo ministério que me foi concedido te absolvo dos teus pecados, em nome...”.
         Em seguida, após as formulas da preparação penitencial, diz-se a pequena ladainha alternada entre o celebrante e a assembléia: “Senhor, tende piedade de nós..., ou ainda, Kyrie eleison, Christe eleison, Kyrie eleison (invocação presente desde as origens do cristianismo nas Igrejas do Oriente e do Ocidente).
          Este Kyrie eleison é um testemunho privilegiado e uma memória viva da Igreja na língua em que foi redigido o Novo Testamento e pela qual a Palavra de Deus foi comunicada pela primeira vez às nações pagãs.

O hino do Glória

         É realizado nos dias das grandes festas e nos domingos, fora os do Advento e da Quaresma, que são tempos de penitência. Este hino, muito antigo, tem a sua origem numa oração da manhã, conservada nas Constituições Apostólicas do fim do século IV. Pouco a pouco, ele foi introduzido na liturgia eucarística e, no início, somente o bispo o proclamava em certos dias, notadamente no Natal, em razão das suas primeiras palavras: “Gloria in excelsis Deo”, que brilha na noite de Belém e ilumina o mistério da Natividade. Desde o século XI, este hino é cantado por toda a comunidade.
         Este hino deve ser cantado e/ou recitado todo de uma vez. É um grave erro litúrgico não respeitar nem a natureza e nem o estilo deste hino e querer transformá-lo num canto religioso com refrão com a desculpa de que a sua compreensão é difícil para a assembléia. Este hino é um poema e como tal deve ser proclamado/cantado inteiro, de ponta a ponta.
         Toda a música litúrgica tem um sentido e um significado na celebração eucarística: o Canto de entrada é um salmo com antífona; o Kyrie é uma ladainha; o Glória é um hino; o Credo um texto dialogado ou uma prosa dogmática; o Sanctus uma aclamação bíblica.  
         A dinâmica do Glória começa pelas mesmas palavras do Evangelho de Lucas: “Glória...” (Lc 2,14), que é a aclamação dos anjos pelo nascimento do Messias. Nós o nomeamos, amorosamente: “Senhor Deus, Rei do céu, Deus Pai todo-poderoso”. Em seguida, na abundância do coração – ex abundancia cordis – as frases jorram como uma cascata de adoração: “Nós te louvamos, bendizemos, adoramos, glorificamos, damos graças por tua imensa glória”.
          Naturalmente, Ele nos faz voltar para o seu Filho que na sua humanidade recebe todos os títulos da divindade: “Senhor, Filho único, Jesus Cristo; Senhor Deus, Cordeiro de Deus, Filho de Deus Pai”. Ele, o nosso Salvador.
         Em seguida, como um raio, na consciência de nossa miséria repetida: “Tu que tiras o pecado do mundo”, nossa adoração se converte numa súplica fulgurante: “Tende piedade de nós, acolhei a nossa súplica”, com uma confiança reiterada no poder do Senhor: “Vós que estais sentado à direita do Pai”.
         Então, nossa profissão de fé cristológica cresce triplamente: “Só Vós sois o Santo; só Vós, o Senhor; só Vós, o Altíssimo, Jesus Cristo, com o Espírito Santo, na glória de Deus Pai”.
         Com um brilhante Amém final, a assembléia pontua este grande grito transbordante de alegria e lirismo, um magnífico crescendo da fé cantada na glória de Deus.
         Devemos acentuar que a dinâmica do Glória é a mesma da oração eucarística, de ação de graças que é a do Cristo: “Eu te dou graças, Pai, Senhor do céu e da terra, de ter escondido...” (Mt 11, 25); a mesma ação de graças no evangelho de João: “Pai, eu te dou graças porque me ouviste” (Jo 11, 41).
         Esta atitude de oração é a mesma de toda a oração judaica: a oração de Maria, de Zacarias, de Simeão, do próprio Jesus, de Paulo e de todos os apóstolos e da eucarística católica. Ela nos situa em nossa relação com Deus e nos faz entrar na ação de Deus. A nossa subjetividade e as nossas “pequenas histórias” são assim levadas pelo movimento do Amor que é Deus e, desta forma, aprendemos a amar a Deus e, verdadeiramente, a nossos irmãos e irmãs.
         Oração que educa ao amor verdadeiro no esquecimento de si e na ação de graças a Deus em que cada um se reencontra pelo povo santo constituído em sua vocação como em sua missão. Oração que pode aniquilar todas as misérias e os pecados do mundo. Oração do Cristo que nos ensina que a sua Eucaristia é o ápice de toda oração.
         É vital que os membros da comunidade eclesial se deixem educar nesta atitude eucarística. Para nos convencer, basta que leiamos e meditemos a III Oração Eucarística para que encontremos a inspiração e as expressões do Glória a Deus...

A Coleta ou a Oração do dia

         A oração é trinitária: ela é dirigida ao Pai, em nome do Cristo, no Espírito Santo que nos habita e nos fortalece. Esta oração de abertura é composta de duas partes.
         A primeira traduz, muitas vezes, em uma única frase, sob a forma de uma ação de graças, um aspecto do mistério de Deus que a liturgia da Igreja propõe neste dia para a nossa meditação: “Nós Te bendizemos, Deus que nos salvou... Deus que nos revelou Teu amor... Deus que é nossa Providência... Deus que nos conduz... Deus que tem agido como...”.
         A segunda parte é um pedido para que os cristãos reunidos nesta Eucaristia vivam, agora e sempre, disto que dão graças.
         A conclusão é uma reafirmação da nossa fé no mistério da Santíssima Trindade: “Nós vos pedimos, Pai santo, por Jesus Cristo vosso Filho nosso Senhor que convosco vive e reina na unidade do Espírito Santo, agora e por todos os séculos dos séculos”.
         Pelos séculos dos séculos...” é a tradução literal de uma expressão hebraica que significa que a soberania divina à qual nós chegamos pela oração supera toda a duração humana e nos mergulha no desdobramento da história até a sua plena realização, no final dos tempos, quando “o universo, o celeste e o terrestre, alcançarem sua unidade em Cristo” (Ef 1, 10).
         Esta oração que encerra o rito de entrada da missa não é uma palavra qualquer em que deve aparecer a personalidade e a originalidade do celebrante que, neste momento, nada tem e nem deve ter a dizer para a assembléia. Se for possível, que esta oração seja entoada em reto tono.
         Devemos saber que nas palavras desta oração universal, que o sacerdote diz em nome de todos, sou eu que rezo em nome da Igreja e é a Igreja que reza em meu nome.

A sinfonia da Palavra de Deus

         A liturgia da Palavra, nos domingos e festas, é composta de três leituras: a primeira, uma passagem do AT; a segunda, um trecho dos escritos apostólicos do NT e a terceira, uma passagem dos Evangelhos. Estas três leituras colocam em evidência a própria estrutura da revelação e a Palavra de Deus em sua totalidade ressoa como uma sinfonia espiritual na qual cada harmônico é necessário para melhor fazer perceber a beleza e a significação do conjunto.
         O Evangelho tem uma solenidade maior na sua leitura do que as outras, pois não se trata somente da Palavra de Deus escrita, mas da Palavra de Deus feito carne realmente e efetivamente presente no sacramento da Igreja.
         A assembléia fica em pé, pois esta é a postura de uma assembléia ressuscitada. Ela acolhe a vinda de Jesus Ressuscitado no meio dos seus irmãos. Estar em pé é a atitude do Cristo Ressuscitado: “Jesus estava lá, em pé no meio deles” (Mc 16, 9).
         A Bíblia é uma manifestação progressiva: “O AT manifestou claramente o Pai, obscuramente o Filho. O NT revelou o Filho e insinuou a divindade do Espírito. Hoje o Espírito vive entre nós e se faz mais claramente conhecer” (Gregório Nazianzeno).

O eco da Igreja à palavra de Deus

         A resposta da assembléia, após a escuta das três leituras, é o segundo tempo da Liturgia da Palavra. Ela se desenvolve em três movimentos: a homilia do sacerdote, a profissão de fé da Igreja e a oração dos fiéis.
         A homilia não é uma lição de catecismo e nem uma aula de teologia. Ela não é uma exposição eloqüente da vida pessoal do sacerdote. Ela comporta a missão de atualizar de uma maneira acessível para a assembléia de Deus o que acabou de ser proclamado. Não é o sacerdote que transforma o coração dos fiéis, mas o Espírito Santo ao qual tanto o sacerdote como os fiéis devem estar disponíveis neste ato sacramental da Igreja. Devemos escutar a homilia como uma mensagem de Deus para nós quaisquer que sejam as imperfeições ou lacunas da homilia.
         Sobre o Credo, tantas vezes ouvimos as pessoas dizerem: “É sempre a mesma coisa! Será que não se pode variar um pouco a fórmula para aborrecer menos?”. Devíamos saber que a nossa profissão de fé, como é formulada na missa dominical, tem a sua origem na tripla interrogação e na tripla resposta da celebração do Batismo. Recitar o Credo é um sinal do reconhecimento da fé de todos os cristãos e ao mesmo tempo um apelo a cada um do seu próprio batismo. O Credo nos convida a não somente fazer memória do nosso batismo, mas exprimir a unidade da Igreja fundada sobre o sacramento que faz de cada cristão um mesmo e único ser com o Cristo.
         A oração dos fiéis restabelece uma tradição muito antiga. A oração desta Igreja particular, limitada a este lugar e neste tempo, alarga a medida da Igreja universal. Ela se chama oração dos fiéis porque o sacerdote só introduz e conclui esta oração expressa pelos fiéis para todas as necessidades dos homens e mulheres. A igreja particular não celebra a sua liturgia, mas a da Igreja Universal.

Ofertório

         Devemos utilizar uma comparação musical. O ofertório é um tempo brando entre os dois tempos fortes que são o da proclamação da Palavra de Deus e o da oração eucarística propriamente dita. Após ter mantido uma forte atenção à liturgia da Palavra, a assembléia se permite uma pausa e cada um realiza o que oferece pelo bem de todos. O nosso olhar deve dirigir-se para o altar que deve aparecer e se destacar em toda a sua beleza, sua pureza e sua simplicidade. Nenhum objeto, que não seja necessário e significativo para a celebração da Eucaristia, deve ser colocado nele. As velas devem ser depositadas à sua frente ou sobre o altar. A chama viva é o sinal imemorial que simboliza o Cristo Ressuscitado, a Luz do Mundo, que nos lembra o Círio Pascal que resplandece na noite de Páscoa. Talvez seja um uso que se inscreve na continuidade do candelabro aceso pela senhora da casa nas ceias sabáticas. Maria o fazia cada sábado. Um crucifixo dominará o altar.
         Quanto ao missal do altar que ele seja discreto, pois é apenas uma ajuda para que o celebrante presida a oração da assembléia comodamente e sem temer os possíveis lapsos de memória. Todo o espaço seja liberado, sob o altar, para as oferendas depositadas sobre o corporal.


A coleta: testemunho de oferenda

         Esta oferenda dos fiéis não é um imposto e nem uma contribuição pelo preço de um lugar na igreja. É o penhor concreto do amor fraterno e da participação dos cristãos que deve superar a vida material e as necessidades da administração da igreja/imóvel: folhetos, luz, etc. Esta coleta deve permitir a Igreja realizar a sua missão de caridade ao socorrer, imediatamente, os mais necessitados. Esta coleta poderá ser feita em dons – cestas básicas, p.ex – para uma partilha posterior com os que precisam. De qualquer maneira, esta coleta faz parte, ao seu modo, da liturgia do ofertório.
         Caso seja dinheiro, é importante saber que o melhor lugar para ele, naquele momento, não é diante do altar e, muito menos, sobre o altar, mas, imediatamente, à sacristia.
         O dinheiro não é a “matéria” do sacramento da Eucaristia, mesmo se, por nossa doação, queiramos exprimir que toda a nossa vida está unida à apresentação do pão e do vinho que se tornarão Corpo e Sangue de Cristo.

A apresentação do pão e do vinho

         O pão e o vinho necessários ao sacrifício do Cristo poderão ser levados, solenemente, em procissão do fundo da Igreja até ao altar. Ao misturar uma gota de água no vinho o celebrante diz: “Possamos estar unidos à divindade Daquele que assumiu a nossa humanidade”. São Cipriano de Cartago, tocado por este uso que o Cristo tirou da tradição – a água era misturada no vinho por questões dietéticas – vê neste gesto o sinal da união indissolúvel do Cristo em sua Paixão (o vinho) e de sua Igreja (a água, nossa humanidade pecadora).
         Da mesma maneira, as orações que o sacerdote diz apresentando o pão e o vinho são as bênçãos que Jesus pronunciou.

O lavar das mãos

         “Lavo-me, purificando as mãos e dou voltas em torno do teu altar, fazendo ouvir minha ação de graças e contando as tuas maravilhas” (Sl 26, 6-7) confere ao Lavabo o seu sentido litúrgico ainda que certos historiadores afirmam que este gesto era realizado por questões utilitárias de limpeza das mãos, pois, muitas vezes, o celebrante sujava as mãos ao receber as oferendas trazidas pelos fiéis.
         De fato, este rito tem o seu lugar na liturgia eucarística em fidelidade ao gesto litúrgico judaico da purificação e que Jesus praticou apesar da sua contestação: “Um fariseu O convidou a comer em sua casa. Apenas entrou, reclinou-se à mesa. O fariseu, vendo-O, estranhou que não se lavasse antes de comer” (Lc 11, 37-38).

O sacrifício de toda a Igreja

         A celebração eucarística da comunidade, da paróquia, é a oferenda do sacrifício de toda a Igreja. A assembléia não celebra o que cada um ou seu grupo viveu durante a semana e, por esta razão, ela não deve fabricar ou inventar a sua missa. Somos chamados a superar a nós mesmos para entrar na ação de toda a Igreja que é a ação do próprio Cristo.
         Santo Irineu diz que a glória de Deus se revela para a salvação do mundo e pela salvação do mundo se manifesta a glória de Deus. Eis o trabalho pelo qual todo cristão é convidado a participar quando é convocadoque é o primeiro sentido da palavra igreja- para a celebração da missa.
         A Constituição dogmática Lumen Gentium sobre a Igreja, do Concílio Ecumênico Vaticano II, diz: “Participando do sacrifício eucarístico, fonte e ápice de toda a vida cristã, os fiéis oferecem a Deus a vítima divina e se oferecem com ela. Juntamente com os ministros, cada um a seu modo, têm todos um papel específico a desempenhar na ação litúrgica, tanto na oblação como na comunhão. Alimentando-se todos com o corpo de Cristo, demonstram de maneira concreta a unidade do povo de Deus, proclamada e realizada pelo sacramento da eucaristia”.

A oração eucarística

         Nós chamamos “oração eucarística” à parte da missa que começa com o diálogo que introduz o prefácio. Prefácio não significa preâmbulo, ou aquilo que apresenta um livro. Na oração eucarística, prefácio tem o sentido da palavra latina praefatio: palavra dita publicamente, solenemente, em alta voz diante de toda a assembléia.
         A primeira e a última frase do prefácio se dirigem ao “Pai santo”. Nestas duas frases, o conteúdo de toda oração eucarística tem se estabelecido de maneira constante ao longo dos séculos. A oração eucarística é sempre e inteiramente dirigida ao Pai.

A participação dos fiéis

         A assembléia participa da totalidade da celebração eucarística. Desde o início da missa, a assembléia é constituída como sinal visível da Igreja, Corpo de Cristo, pela sua fé, esperança e caridade. A missa culminará na comunhão do Corpo e Sangue de Cristo. Cada um está unido da maneira a mais pessoal e a mais íntima ao próprio Cristo para formar um só Corpo: a Igreja espalhada entre todas as nações, reunindo os homens que Deus ama do início ao fim do mundo.


A eucaristia: oferenda e sacrifício

         Eucaristia, em grego, é ação de graças. A Eucaristia é essencialmente oferenda: oferenda do nosso ser inteiro, nossa liberdade, nossa inteligência, nosso coração. A Eucaristia é sacrifício no sentido mais forte da palavra: não somente imolação, como os sacrifícios de sangue dos animais nos tempos da Antiga Aliança, mas, fundamentalmente, colocar à disposição de Deus, transferir ao sagrado de Deus, uma participação sagrada, como Santo Agostinho explica na sua definição de sacrifício: “Sacrificar, é tornar sagrado ao bem querer de Deus”.
O sacrifício nos reconcilia com Deus, não porque as nossas oferendas ganhariam os seus favores – como se Deus tivesse a necessidade de ser comprado –, mas porque, antes e acima de tudo, o sacrifício autêntico é um gesto de amor que vira do avesso o pecado, que é a recusa da ação de graças e, portanto, da Eucaristia. O pecado é se afastar fraudulentamente de Deus, amar tão somente a si próprio até o abandono e o desprezo de Deus, o seu esquecimento e a sua negação. A santidade é abrir-se ao amor de Deus e para Deus, é “uma perda de si mesmo” (Mt 10, 39).
         O sacrifício do Cristo e da Igreja deve ser compreendido na longa tradição espiritual, na paciência pedagógica de Deus para que compreendamos melhor o Cristo: “Não quiseste sacrifício nem oferendas, mas me formaste um corpo. Não te agradaram holocaustos nem sacrifícios expiatórios. Então eu disse: Aqui estou, vim para cumprir, ó Deus, tua vontade – como está escrito de mim no livro” (Hb 10, 5-9//Sl 40, 7-9).

O Sanctus

         As palavras da primeira parte do Sanctus são tiradas do livro de Isaías 6, 3. Elas ecoaram nos ouvidos do profeta no Templo quando a Glória de Deus, isto é, o mistério mesmo de Deus se desvelou diante dele e lhe anunciou a sua vocação de profeta. “É o Rei da Glória” (Sl 24, 10). Isaías se reconhece pecador, “homem de lábios impuros no meio de um povo de lábios impuros”, e ouve toda a corte celeste dos poderes angélicos representados pelos serafins que num canto inaudito, eco de uma aclamação usual na liturgia judaica, reconhecem a santidade única de Deus e O adoram três vezes Santo!: o Senhor Sabaoth (Deus do Universo)”.
         Os céus e a terra estão cheios de vossa glória”. A totalidade do universo, além do que os nossos olhos e a nossa inteligência possam perceber, está presente em todas as coisas, sobre a terra como no céu, pois como Pai Criador ele mantém e sustém todas as coisas com a sua mão poderosa e com seu amor misericordioso.
         A segunda parte do Sanctus: “Hosana nas alturas. Bendito o que vem em nome do Senhor”, é uma aclamação messiânica tirada do salmo 118, 25-26, um salmo ritmado para a entrada no Templo, com cortejo, ramos nas mãos, no sétimo dia da festa das Tendas.

Na tarde da Ceia e a Eucaristia hoje

         Na tarde da Ceia, Jesus dá graças e glória a Deus, seu Pai e nosso Pai. No gesto ritual ele recapitula e faz memória de toda a história da salvação como fazemos, hoje, na oração eucarística IV: a criação do mundo, o chamado de Abraão, a libertação do Egito com o Êxodo e a Páscoa, o dom da Aliança com o povo escolhido e querido como um filho, a esperança da santidade, a presença de Deus em seu Templo, a promessa de um Messias salvador de todos os homens chamados a se tornarem filhos no Filho.
         O sacrifício da missa nos insere na ação de Jesus realizada antes de sua Paixão e nos faz participar do sacrifício da Cruz e do poder da Ressurreição. A Eucaristia é, de certo modo, a liturgia que Jesus celebrou: nós a celebramos em memória de Jesus.
         A missa é o memorial da nossa redenção: memorial da Páscoa de Israel celebrada por Jesus, memorial da Páscoa de Jesus, celebrada em Sua memória como Ele ordenou.
         Memorial é mais do que um monumento comemorativo de um acontecimento passado. Quando a Bíblia nos fala de memorial, em particular na ocasião da celebração litúrgica da saída do Egito pelo ritual da Páscoa, ela carrega esta palavra de um significado mais rico e mais preciso. Para a Bíblia, e até hoje para o judaísmo, o memorial é um sinal e uma garantia (penhor) dados por Deus, do que Ele mesmo fez no princípio de nossa salvação.
         As palavras e os próprios gestos de Jesus são, há dois mil anos, a fonte sacramental da fidelidade da Igreja ao que Jesus realizou (1 Cor 11, 23-26).
         O memorial da Eucaristia não é somente uma lembrança, mas um ato sacramental pelo qual o que Ele realizou no passado, uma vez por todas, nos é realmente dado no presente pela fé da Igreja e nos abre ao futuro da humanidade, chamada a receber um dia o Cristo em sua glória.

O Espírito Santo e o Corpo de Cristo

         A oração eucarística é também chamada de cânon, uma palavra grega que significa regra. Com efeito, ela é formulada e fixada segundo a regra da Igreja. Isto pode surpreender hoje, sobretudo porque a nossa civilização, pela influência das media, nos faz enaltecer a espontaneidade: Por que a liturgia não seria a imagem dos espetáculos ou o reino da improvisação total?
         Devemos compreender o que significa a expressão “fixada. De um lado, esta expressão significa ritualizada: quando a Igreja celebra a Eucaristia, ela o faz com os gestos e as palavras de Jesus, transmitidos pela tradição apostólica. E quando Jesus celebrou a Ceia com os Doze, Jesus seguiu o rito pascal judaico, minuciosamente codificado. Por esta razão, não há lugar para improvisações, nem para fantasias subjetivas e nem para criatividades espontâneas.
         Por outro lado, “fixada” não quer dizer uniformizada. Desde os primórdios do cristianismo, a tradição litúrgica foi fortemente diversificada conforme as culturas e as línguas: ritos coptas, armênios, grego-bizantino (traduzido em árabe e nas várias línguas eslavas) e o rito latino.
         Na liturgia ocidental latina, temos vários Cânons. O mais antigo é o Cânon I, cuja origem é a liturgia siríaca da primitiva Igreja de Jerusalém e de Damasco. Ela foi assumida pela Igreja de Roma como oficial e, a partir disto, ficou conhecida como o Cânon Romano.
         As orações II, III e IV foram recompostas e colocadas em vigor após o Vaticano II. Estas três orações se inspiram num modelo grego bem construído. A oração II está conforme a Tradição apostólica de Hipólito de Roma (início do século III); as orações III e IV conforme as Constituições apostólicas (fim do século V). A oração V foi especialmente concedida para o Brasil.

O Espírito Santo torna o Cristo presente

         Somos a Igreja de Pentecostes no meio da qual está vivo o Cristo Ressuscitado, escondido na glória do Pai. É o Espírito Santo que atribui esta presença do Cristo sob as espécies eucarísticas e na realidade do seu Corpo Eclesial. Pela invocação do Espírito Santo, a liturgia da missa manifesta que o Corpo eucarístico – a Presença real do Cristo – é a garantia e o penhor de sua presença no meio do Corpo Eclesial ou Corpo Místico, caso contrário, o corpo se tomaria pela cabeça, a Igreja pelo Cristo, a Esposa pelo Esposo e a Eucaristia não seria o sacramento do amor sempre vivo do Cristo, mas a lembrança nostálgica de uma presença para sempre esvanecida.
A Igreja, Corpo Místico do Cristo, não se adora a si mesma, mas adora o Cristo realmente presente no seu Corpo e no seu Sangue que ela recebe no sacramento da eucaristia e que é a sua vida. A Igreja não é o Cristo, mas a esposa do Cristo e sua beleza e sua magnitude, renovadas graças ao Espírito Santo, de Eucaristia em Eucaristia.

Comunhão e a Paz do Cristo

         Santo Agostinho dizia: “Nós nos tornamos isto que recebemos”, ou seja, somos assumidos pelo Cristo quando comemos e bebemos o Seu Corpo e o Seu Sangue. “Quem comer a minha carne e beber o meu sangue habitará em mim e eu nele” (Jo 6,56), Neste sentido, a vida do Cristo se torna a nossa vida e a nossa vida se torna a vida do Cristo. Paulo ousa dizer:          Não sou mais eu que vivo, mas Cristo que vive em mim” (Gal 2, 20).
         Por esta razão, antes da comunhão, rezamos o Pai Nosso, fazendo nossas as palavras que exprimem em nossa humanidade o sentido de Sua existência dada, a esperança de Seu amor filial e da Sua liberdade oferecida ao Pai.  Não pode existir melhor preparação para acolher o Corpo e o Sangue do que mergulhando nas entranhas de sua oração de Filho Bem Amado.
         A oração “livrai-nos de todo mal...” remonta ao século V e na antiguidade cristã ela desenvolvia e estendia o último pedido do Pai Nosso: “Livrai-nos de todo mal”. Esta oração foi composta pela Igreja de Roma nos tempos das “invasões bárbaras” e é uma oração de súplica para enfrentar as adversidades: “Que Deus conceda a paz aos nossos tempos”.
         A assembléia encerra: “Vosso é o Reino, o Poder e a Glória para sempre”. Uma oração de glorificação que nos foi transmitida pelos manuscritos mais antigos e que foi guardada pelas igrejas da Reforma. Ela está presente nas Escrituras, notadamente, no Apocalipse 1, 6; 4, 11; 5, 13; 7, 12 e 19, 1.
         Neste momento se encerra a oração eucarística dita em nome do Cristo e dirigida ao Pai pela força do Espírito. Fazemos uma pequena pausa e nos voltamos para o Senhor Jesus Cristo, presente no meio de nós e que vai se dar a nós no seu Corpo e Sangue. Em alta voz, em nome de todos e por todos, o celebrante faz o que, antigamente, era uma das três orações recitadas reservadamente antes da comunhão do celebrante: “Senhor Jesus Cristo (...) Não olhai os nossos pecados, mas a fé da vossa Igreja”.
         Nenhum de nós ousaria dizer: “Olhai a minha” e nem “Olhai a nossa fé como uma comunidade eclesial determinada”. Quem poderia se vangloriar diante de Deus de ter suficiente fé para receber o seu amor misericordioso? Somente a fé da Igreja inteira, desta Igreja Esposa do Cristo e nossa mãe: “que não cessa de orar, esperar e agir para obter essa união, exortando seus filhos a se purificar e renovar espiritualmente, para que a luz de Cristo brilhe cada vez mais na face da Igreja” (Lumen Gentium,15). Somente a Igreja é a medida do perdão pedido pelos nossos pecados e do dom que nos é feito do Corpo do Cristo.
         Após esta oração para a paz em nosso tempo e a unidade da Igreja, o celebrante diz: “A paz do Senhor esteja sempre convosco”.
         O sacerdote convida os fiéis para manifestar por um sinal de paz, a paz que o Cristo nos dá. Este gesto é pleno de significado. Não é apenas um gesto de pessoas contentes em se reencontrar, que se cumprimentam e dão “tapinhas nas costas”. Nós partilhamos a paz que recebemos do Cristo e que nos deve transformar e nos tornar capazes de nos acolher mutuamente, uns aos outros, apesar de nossos antagonismos e diferenças humanas.

Os ritos da comunhão

         Após a oração do Cordeiro de Deus, realiza-se a comunhão de acordo com a sensibilidade dos fiéis: na boca ou nas mãos. Cirilo de Jerusalém exortava: “Com tua mão esquerda, faça um trono para a direita, pois ela vai receber o Rei. Curve então a palma da mão em como uma cavidade e receba o Corpo do Cristo dizendo: Amém”.

O silêncio do recolhimento e o grito da alegria

         O canto de um salmo pode acompanhar o tempo da comunhão, mas nada deve substituir e nem perturbar o recolhimento, em alguns minutos de silêncio, após a comunhão. Este é o momento único em que a santidade do Cristo nos penetra, nos purifica, nos ilumina e nos fortifica num silencioso coração a coração.
         Após a oração final do celebrante, após a benção, é feito o envio da comunidade. E, como um grito de alegria, ela responde: “Damos graças a Deus!”.







          
        






          
        


        



        





[1] Síntese do livro do Cardeal Jean-Marie Lustiger, La messe, Paris, Bayard, 1988.